lunes, 2 de diciembre de 2013

La Logia como Espacio de Voluntad y Representacion


                     La metáfora masónica de la filosofía de Schopenhauer

Kant dio un giro drástico a la filosofía occidental al poner en evidencia que el sujeto no era meramente un espejo de la realidad, un producto derivado de ella y por tanto irremediablemente determinado por su circunstancia, encadenado sin piedad a sus procesos y límites. Con la Crítica de la Razón Pura, y más aún en La Crítica de la Razón Práctica, el filósofo de Köenisberg estableció con argumentos precisos la capacidad de la mente humana para crear una realidad afín e incluso una suprarrealidad de conocimiento en la que poder moverse a mayor velocidad y establecer una fluida comunicación con el mundo y sus semejantes, como ocurre con el lenguaje articulado, la escritura y los símbolos. El individuo deja de ser reflejo del mundo y mero receptáculo de mitos, dogmas y axiomas y se convierte así en persona, un ser creativo tanto en solitario como en sociedad. La mente individual con su capacidad de trascender el mundo tangible dejó de ser, a partir de Kant, patrimonio de genios o eruditos sino de cualquier persona capaz de educarla.
El antropocentrismo del Renacimiento completaba así su revolución (que no es sino evolución acelerada) elevando la individualidad al plano de categoría fundamental. Si Spinoza ya lo había planteado a partir de la responsabilidad ética de cada individuo y Descartes lo planteó definitivamente al establecer la condición pensante como signo de vida individual, la inteligencia preclara de Kant no dejaba lugar a dudas: el Hombre podía tratar de tú a tú con el Cosmos, incluida la idea de Dios como noción de Armonía Universal. En realidad el pensamiento occidental volvía a sus raíces helénicas, tras la alienación provocada por siglos de doctrina judeocristiana que introdujo la idea de un ser humano culposo que vivía la existencia como un prólogo a una vida superior e hipotética, un no-vivir sino esperar, para redimir la culpa original.

La revolución mental que inicia el Renacimiento, continúa el Racionalismo, se apuntala en Kant, florece durante la Ilustración y da sus frutos con el Idealismo de Hegel y el Irracionalismo de Nietzsche, limpia de hojarasca  supersticiosa la senda del ser humano en su peregrinación hacia la Conciencia. Ya no se trata sólo del “hombre” como categoría genérica –el Homo Sapiens en evolución- sino del ser humano como persona libre capaz de indagar en el conocimiento de la Naturaleza, la prospección de los fenómenos y el lenguaje simbólico. Y ese despertar de la conciencia que anunciaba Descartes, el individuo debía vivirlo no sólo a través del aprendizaje hermeneútico sino desde la singularidad tajante de su pensamiento y a través del diálogo enriquecedor con los demás. En esta dualidad individuo/sociedad es donde la persona encuentra modelos y referencias, maneras distintas de entender el mundo que le otorgan perspectiva, duda para seguir indagando, capacidad autocrítica y, naturalmente, la necesaria tolerancia hacia sus semejantes que el mismo individuo va a demandar.
La evolución histórica y filosófica ha ido liberando a la persona frente a la tiranía de lo común, lo banal y arbitrario. El ser humano, con todas las excepciones puntuales, ha visto reconocida su igualdad de origen y la dignidad intrínseca a su existencia como sujeto portador de derechos fundamentales. La masa como mero objeto receptivo, manipulable por los poderes fácticos, va deshilándose con el correr de los siglos aunque en esta labor imparable encuentre nudos sólo salvables por la destrucción.
Esta idea de progreso de la Humanidad fue la que animó la conciencia individual y colectiva con la aparición del Racionalismo en el siglo XVII y la Revolución británica que instaló la democracia parlamentaria como forma de convivencia. Hija del Racionalismo y el Empirismo agnósticos, de Hobbes, Hume y Comte, la Ilustración abrió las anchas avenidas del conocimiento y pavimentó el camino hacia un diseño del mundo más acorde con los verdaderos anhelos del hombre moderno. Despojada de mitos y dogmas que ralentizaban su avance, la vanguardia intelectual de la Humanidad supo que se encontraba en el buen camino cuando la ciencia positiva se alió con el pensamiento y empezó a producir una tecnología prodigiosa que la llevó hasta la Revolución Industrial, el Siglo del Progreso (XX) y la Revolución Informática.

No es de extrañar, pues, que en este estado de cosas y a comienzos del siglo XVIII, surgiera la práctica de la Masonería Filosófica como un método especulativo de perfeccionamiento –es decir de evolución- del ser humano individual pero también de la sociedad que ha ido construyendo. El esfuerzo debía ser del individuo pero también de su entorno. Una ecclesia en acción asamblearia, sí, como la cristiana, pero no para sufrir resignadamente en este “valle de lágrimas”, sino para gozar con libertad y conocimiento en el vergel de riquezas que el mundo pone a disposición de la privilegiada especie humana.
Schopenhauer, en un alarde de lucidez, advierte en el mundo una doble condición que es proporcional a la humana. Y la enuncia en su obra principal, El Mundo como Voluntad y Representación. Lo nouménico y lo fenoménico, la realidad y las ideas. La idea socrática de ordenar la mente y comprender el mundo a través de una honesta dialéctica la amplía Platón a una noción tan atractiva como peligrosa: las ideas son formas previas de la esencia del ser, pero como son éstas las que producen el mundo, éste no es sino ilusión.
Idéntico y esquemático planteamiento –pido disculpas por su reduccionismo- es el que recoge Schopenhauer para su definición del mundo como representación. Y así lo declara en las primeras páginas de su obra principal, ya citada, al afirmar que su pensamiento se nutre del idealismo platónico, el concepto kantiano de lo fenoménico y la filosofía hindú de las Upanishad que consideran el Mundo como ilusión, como maya. Visión que, naturalmente, vendrían a reforzar los postulados de la Física Cuántica sobre la múltiple realidad de lo existente y la virtualidad de los objetos como representaciones paralelas que sólo requieren distintos modos de percepción. Pero que el Mundo sea una mera ilusión o la construcción de nuestras ideas preconcebidas no impide que sea “nuestro mundo”, la realidad que nos toca y concierne, el entorno, en definitiva, en el que se desenvuelve nuestra conciencia viva.
Todo este preámbulo acota modestamente el tema que nos ocupa: la Logia como espacio de dignidad absoluta, preciso en sus coordenadas, concreto por la voluntad de quienes la forman, libre e igual. Un punto/instante del espacio/tiempo regido por un método y delimitado por normas aceptadas, donde finalmente se produce el prodigioso diálogo entre Razón y Sentimiento. La continuidad litúrgica y ritual de este diálogo entre Voluntad y Representación provoca a su vez la Emoción del Conocimiento, como en el atanor sublime de los alquimistas, cuando la materia y el espíritu se funden y separan a través de distintos procesos para lograr la piedra filosofal.

La energía resultante de este proceso de fusión y fisión alternativas es verdaderamente gigantesca en la mente del masón cuando se encuentra en Logia con la conciencia alerta. Tan intensa llega a ser que produce alegría y hasta lágrimas de emoción. Y, por supuesto, espolea el afán de perfeccionamiento y progreso que pretende nuestra Fraternidad.
Desde el punto de vista de la Filosofía, este afán de mejora puede comprenderse a partir de los planteamientos del genial filósofo Arthur Schopenhauer, quien se atrevió a ir más allá del determinismo para enunciar una voluntad suprema en el Hombre, casi demiúrgica, en la construcción de su realidad. Que esa construcción sea compleja, dificilísima, no quita para que su afán sea pleno (“Drang und Trieb”), pues como él mismo dice: “Bajo tales aspectos, resulta entonces evidente que yo haya puesto con razón a la Voluntad de vivir como lo ulteriormente inexplicable, o más bien como fundamento y base de toda explicación y que ésta —muy lejos de ser un palabrerío vacío como 'lo absoluto', 'lo infinito', 'la idea' y demás expresiones similares— sea lo más real (das Allerrealste) que conocemos; más aún: el núcleo de la realidad misma (der Kern der Realität selbst)”.

 La Voluntad es, pues, la esencia del ser humano, lo que caracteriza su libertad y su facultad para aprender, la capacidad infinita para hacer el bien o errar. Este hallazgo radical, que trastoca la filosofía determinista de Hegel y alumbra el siglo XX, ha llevado a considerar al solitario filósofo –un hombre disgustado con el mundo que le rodeaba y aburrido de su propio yo- un pesimista metafísico. Sin embargo, esta es una opinión arriesgada. En realidad se trata de una afirmación tan desproporcionada y engañosa como la que trata de etiquetar al vitalista Nietzsche como nihilista sin más. Es cierto que existe en ambos un pesimismo metafísico por la imperfección del ser humano en construcción y sus continuos dislates, algo que ninguna persona honesta puede reprocharles, pero en el núcleo de su filosofía late la fe radical en el ser humano, la creencia en sus inmensas capacidades.
Los masones partimos precisamente de la “voluntad” para andar nuestro camino iniciático. Y lo hacemos a través de una “representación” que nos incita a dialogar mediante una simbología estática de objetos, otra dinámica en el ritual y una tercera que opera en nuestro intelecto con absoluta libertad. Esta representación es, además, una auténtica “biblioteca semiótica” que abarca tanto los distintos modos del ser como los fenómenos del Cosmos, las fases del Conocimiento, los estados de la Conciencia o ciertos precipitados históricos de la cultura humana. Dispuestos a incrementar nuestro estado de conciencia, tenemos la capacidad de interpretar esos símbolos de forma polisémica merced al libre pensamiento. Y esta libertad es la que otorga a nuestra voluntad su facultad creadora, la que da sentido al imperativo ético que reclama nuestra posición en el mundo, en la sociedad que habitamos y, finalmente, en el limitado espacio de nuestra representación iniciática, es decir “en Logia”.

En consecuencia, entendemos por Logia el espacio creado según las leyes inmutables de la geometría cósmica, dedicado al conocimiento hermético y vedado a los profanos, donde los masones nos reunimos para celebrar nuestros ritos y asambleas de la palabra. En sentido abstracto, designa la presencia fraternal, física, de los miembros. En este sentido, la logia trasciende el espacio físico para abarcar el círculo fraternal que conmemora la Cadena de Unión. Sólo existe cuando los masones están reunidos ritualmente y se disuelve cuando terminan sus trabajos y se dispersan.
En sentido físico, logia es el Taller donde los canteros trabajan al abrigo de las inclemencias cotidianas. La etimología del vocablo viene de tiempos remotos, de cuando el lenguaje enraizó en la península del Indostán y formó el sánscrito antiguo (el mismo en que fueron escritas las Upanishad). En su viaje hacia Occidente, llevado por oleadas invasoras de pueblos nómadas, alcanzó el ámbito lingüístico germánico antes que el latino, pues su devenir desde el tronco indoeuropeo común fue más directo. La palabra latina loggia parte de la raíz “lok”, que en sánscrito vedanta significa “ver” o “mirar”. El morfema “loka” aparece en el sánscrito posterior como palabra agregada que significa “el mundo” como representación del Cosmos.

El periplo desde la lengua sagrada del valle del Indo hasta los confines de Europa provocó derivaciones que han enriquecido nuestro acervo simbólico desde distintas fuentes. En primer lugar la voz germánica “Lug”, que entre los celtas denominaba al dios de la Luz, principio generador y padre.
En segundo término, quizás algo posterior en el tiempo y como parte de la herencia de las tribus dorias, el vocablo heleno “logos”, es decir “palabra” (o “verbo creador” en la acepción de la Vulgata del Génesis). De este concepto tan importante de la cultura griega nació el término latino “logia” como lugar cerrado para hablar, para trabajar por la palabra en el conocimiento, es decir contemplando la luz. Tal vez fueron los adeptos a los ritos iniciáticos de Mitra o los maestros de los Misterios de Eleusis quienes establecieron esta idea de templo no solamente como morada sagrada de Sabiduría, Fuerza y Belleza sino como el taller humilde donde los seres humanos, en la igualdad de su condición de obreros en constante aprendizaje, desbastan con paciencia la piedra bruta de la que debe surgir la armonía de la geometría cúbica, la esencia mineral en su perfección cristalina donde la luz se transmuta en haz de colores a través de infinitos planos transparentes.

Cualquier punto geométrico sólo conocido por los Hijos de la Viuda, dispuesto según la tradición y la simbología inciática, puede ser lugar ritual de asamblea, taller masónico ordenado, centro de unión de personas con exigencias éticas que de otra forma no hubieran llegado a conocerse… en definitiva, logia. Cuando los francmasones trabajan “están en logia”, proclamando así no sólo una condición, la de iniciado, sino un estado, el del obrero laborioso en armonía con sus hermanos. “Estar en Logia” significa, pues, algo más que la presencia física. Implica tener abiertos los ojos y mantener los oídos alerta, elevar la mente, despertar la conciencia, dejarse empapar por las cadencias y el significado del rito.
La logia es un espacio delimitado, una coordenada espacio-temporal reservada a un instante preciso y un momento exacto. Por sus características, representa el tabernáculo del misterio, el crisol donde se produce la transmutación de lo cotidiano en sublime, del individuo en hermano. Es, pues, la palestra gimnástica del rito, el escenario donde la voluntad se deja penetrar por la representación y ésta por aquella. Por eso es el Templo sagrado, el círculo nouménico en el que se produce el prodigio. Irrepetible, pero capaz de generar millones de instantes idénticos que como el latido de las entrañas dan pulso a la vida y se repiten sin cesar, forma la inacabable Cadena de Unión de la Masonería Universal. Para nosotros, masones peregrinos en busca de luz, es la Vía Láctea de nuestro firmamento terrestre, un sendero de luz cósmica que atraviesa el horizonte de nuestra existencia y guía nuestro caminar.
Pero no fueron los francmasones especulativos del Siglo de las Luces los primeros en poner límites y levantar columnas en los cuatro puntos cardinales del recinto sacro. No hay más que contemplar cualquier admirable cromlech neolítico, como Stonehedge, para comprobarlo. Incluso cuando la especie humana aún no había abandonado las cavernas, ya tenía sus santuarios en cuevas de difícil acceso donde daba rienda suelta al espíritu libre de su pensamiento y al afán mistérico por el conocimiento trascendental. Los ritos más antiguos nos hablan de cuevas-madre, de claros en el bosque bajo una roca y a la luz de la Luna. Una larga tradición que recogieron los celtas, cuando otros pueblos, más amenazados, precavidos o ambiciosos, habían cercado ya sus lugares de culto y misterio.
De la ceremonia de iniciación en el culto de Mitra, los masones hemos heredado el hombro desnudo y la piel de cordero blanco recental. De los sumerios, el Zodiaco que resume el Universo y nos abraza en su infinita traslación. De los propios celtas, el abandono de los metales, los tres grados de perfeccionamiento y el ágape fraternal. De los collegia romanos, la idea de la excelencia en el trabajo, de la consagración individual a la obra y la fraternidad del oficio. Y en fin, de los constructores medievales de catedrales, los útiles, el reconocimiento y gran parte de nuestro lenguaje.

Con la bóveda celeste como techo o en el interior del templo, el ser humano ha erigido habitáculos de simetría para encontrarse a sí mismo y descubrir los arcanos del mundo. Su voluntad creadora le ha llevado a buscar las más sutiles representaciones. El diálogo entre mito y logos, entre la representación como estructura formal y la voluntad como pensamiento en acción, ha creado un caudal que ha ido creciendo a través de las múltiples civilizaciones humanas. Y este enorme flujo de ríos y afluentes ha nutrido desde la noche de los tiempos la inmensidad oceánica de nuestro patrimonio cultural. Una herencia tan racional como hermética, bellísima y sobrecogedora, que parte de la Gran Tradición del Arte Real y reclama de nosotros lo mejor de nuestra individualidad, pero también el esfuerzo civilizado de nuestro-ser-en-el-mundo, pidiéndonos tanto voluntad prudente, como humildad y amor. Es decir Libertad, Igualdad y Fraternidad.
Más allá de la enseñanza que aportan los símbolos, del ejemplo de los maestros o el gozo de la convivencia, la Representación exige de nosotros empatía profunda, una comprensión en la que nuestra voluntad pierde sus aristas individuales para encajar en el edificio común. Pues no habremos cumplido nuestro propósito al abrazar la Orden si no hemos sido capaces de ejercer la más difícil y certera de las exigencias masónicas: la Tolerancia. Y no me refiero a un sentimiento altanero, más parecido al desdén, que se tiñe de condescendencia. Me refiero al respeto capaz de asumir lo otro sin que nos haga daño, hasta comprenderlo aunque no se comparta.

 No lo olvidemos, la Logia es un recinto de diversidad donde se encuentran personas libres con exigencias éticas en pie de igualdad. Como lugar de encuentro, se fundamenta en el reconocimiento mutuo. Pero no es un redil donde cada individuo busca un pesebre y el calor de los congéneres. La Logia es taller de trabajo, escuela de convivencia activa donde germina la Fraternidad. Hemos pasado del trabajo operativo al filosófico, de la exigencia estética a la ética. Nuestra voluntad trasciende el aparato semiótico, el escenario de la representación, para alcanzar una nueva hermenéutica del conocimiento hasta llegar a tener –dicho sin temor a exagerar- la percepción de otra realidad: el universo nouménico en el que habitan las grandes verdades pero también las grandes debilidades, donde el día y la noche conviven como lo seco y lo húmedo o lo masculino y lo femenino, un mundo de nociones equidistantes en el que el Yin y el Yan se abrazan para formar el Círculo del Eterno Retorno y nuestra voluntad de vivir.
Somos asamblearios precisamente porque disfrutamos de una voluntad común. Pero eso no impide que funcionemos como una “federación” de individuos y logias distintos de forma coherente y eficaz. La Cadena de Unión nos pide cercanía, tensión en la fraternidad para mantenerla viva. Nuestra voluntad colectiva es el resultado de energías individuales que se suman y coordinan. En el rico legado de nuestro simbolismo encontramos muchos elementos que nos lo recuerdan, pero quizá nada tan elocuente como esa cuerda de nudos que circunda la bóveda de la logia y evoca la gran

Representación entretejida con la gran Voluntad recordando la sólida familia a la que pertenecemos. Más allá de las peculiaridades de cada hermano, logia, distrito u órgano, más allá sobre todo de la realidad tangible, existe un cordón sutilísimo que nos une en la búsqueda perenne de armonía y luz.

Si somos dignos de tan fabulosa herencia, lograremos que Voluntad y Representación sean como el Yin y el Yan de nuestra identidad masónica, no realidades separadas. Voluntad de vivir, crear y transformar. Aprendizaje del símbolo y el ritual como Representación. Hermanados. En diálogo filosófico. Porque así habremos cumplido nuestro objetivo y el voto solemne que pronunciamos ante el altar de los juramentos. Y de esta manera lograremos, además, que los eslabones que trenzan nuestra fraternidad formen también una cadena de sentimiento en acción.
Ignacio Merino M.•. M.•. R.•. L.•. Hermes-Tolerancia nº8 al O.•. de Madrid Gran Logia Simbólica Española

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