La metáfora masónica de la
filosofía de Schopenhauer
Kant dio un giro drástico a la
filosofía occidental al poner en evidencia que el sujeto no era meramente un
espejo de la realidad, un producto derivado de ella y por tanto
irremediablemente determinado por su circunstancia, encadenado sin piedad a sus
procesos y límites. Con la Crítica de la Razón Pura, y más aún en La Crítica de
la Razón Práctica, el filósofo de Köenisberg estableció con argumentos precisos
la capacidad de la mente humana para crear una realidad afín e incluso una
suprarrealidad de conocimiento en la que poder moverse a mayor velocidad y
establecer una fluida comunicación con el mundo y sus semejantes, como ocurre
con el lenguaje articulado, la escritura y los símbolos. El individuo deja de
ser reflejo del mundo y mero receptáculo de mitos, dogmas y axiomas y se
convierte así en persona, un ser creativo tanto en solitario como en sociedad.
La mente individual con su capacidad de trascender el mundo tangible dejó de
ser, a partir de Kant, patrimonio de genios o eruditos sino de cualquier
persona capaz de educarla.
El antropocentrismo del
Renacimiento completaba así su revolución (que no es sino evolución acelerada)
elevando la individualidad al plano de categoría fundamental. Si Spinoza ya lo
había planteado a partir de la responsabilidad ética de cada individuo y
Descartes lo planteó definitivamente al establecer la condición pensante como
signo de vida individual, la inteligencia preclara de Kant no dejaba lugar a
dudas: el Hombre podía tratar de tú a tú con el Cosmos, incluida la idea de
Dios como noción de Armonía Universal. En realidad el pensamiento occidental
volvía a sus raíces helénicas, tras la alienación provocada por siglos de
doctrina judeocristiana que introdujo la idea de un ser humano culposo que vivía
la existencia como un prólogo a una vida superior e hipotética, un no-vivir
sino esperar, para redimir la culpa original.
La revolución mental que inicia
el Renacimiento, continúa el Racionalismo, se apuntala en Kant, florece durante
la Ilustración y da sus frutos con el Idealismo de Hegel y el Irracionalismo de
Nietzsche, limpia de hojarasca supersticiosa
la senda del ser humano en su peregrinación hacia la Conciencia. Ya no se trata
sólo del “hombre” como categoría genérica –el Homo Sapiens en evolución- sino
del ser humano como persona libre capaz de indagar en el conocimiento de la
Naturaleza, la prospección de los fenómenos y el lenguaje simbólico. Y ese
despertar de la conciencia que anunciaba Descartes, el individuo debía vivirlo
no sólo a través del aprendizaje hermeneútico sino desde la singularidad
tajante de su pensamiento y a través del diálogo enriquecedor con los demás. En
esta dualidad individuo/sociedad es donde la persona encuentra modelos y
referencias, maneras distintas de entender el mundo que le otorgan perspectiva,
duda para seguir indagando, capacidad autocrítica y, naturalmente, la necesaria
tolerancia hacia sus semejantes que el mismo individuo va a demandar.
La evolución histórica y
filosófica ha ido liberando a la persona frente a la tiranía de lo común, lo
banal y arbitrario. El ser humano, con todas las excepciones puntuales, ha
visto reconocida su igualdad de origen y la dignidad intrínseca a su existencia
como sujeto portador de derechos fundamentales. La masa como mero objeto
receptivo, manipulable por los poderes fácticos, va deshilándose con el correr
de los siglos aunque en esta labor imparable encuentre nudos sólo salvables por
la destrucción.
Esta idea de progreso de la
Humanidad fue la que animó la conciencia individual y colectiva con la
aparición del Racionalismo en el siglo XVII y la Revolución británica que
instaló la democracia parlamentaria como forma de convivencia. Hija del
Racionalismo y el Empirismo agnósticos, de Hobbes, Hume y Comte, la Ilustración
abrió las anchas avenidas del conocimiento y pavimentó el camino hacia un
diseño del mundo más acorde con los verdaderos anhelos del hombre moderno.
Despojada de mitos y dogmas que ralentizaban su avance, la vanguardia
intelectual de la Humanidad supo que se encontraba en el buen camino cuando la
ciencia positiva se alió con el pensamiento y
empezó a producir una tecnología prodigiosa que la llevó hasta la Revolución
Industrial, el Siglo del Progreso (XX) y la Revolución Informática.
No es de extrañar, pues, que en
este estado de cosas y a comienzos del siglo XVIII, surgiera la práctica de la
Masonería Filosófica como un método especulativo de perfeccionamiento –es decir
de evolución- del ser humano individual pero también de la sociedad que ha ido
construyendo. El esfuerzo debía ser del individuo pero también de su entorno.
Una ecclesia en acción asamblearia, sí, como la cristiana, pero no para sufrir
resignadamente en este “valle de lágrimas”, sino para gozar con libertad y
conocimiento en el vergel de riquezas que el mundo pone a disposición de la
privilegiada especie humana.
Schopenhauer, en un alarde de
lucidez, advierte en el mundo una doble condición que es proporcional a la
humana. Y la enuncia en su obra principal, El Mundo como Voluntad y
Representación. Lo nouménico y lo fenoménico, la realidad y las ideas. La idea
socrática de ordenar la mente y comprender el mundo a través de una honesta
dialéctica la amplía Platón a una noción tan atractiva como peligrosa: las
ideas son formas previas de la esencia del ser, pero como son éstas las que
producen el mundo, éste no es sino ilusión.
Idéntico y esquemático
planteamiento –pido disculpas por su reduccionismo- es el que recoge
Schopenhauer para su definición del mundo como representación. Y así lo declara
en las primeras páginas de su obra principal, ya citada, al afirmar que su
pensamiento se nutre del idealismo platónico, el concepto kantiano de lo
fenoménico y la filosofía hindú de las Upanishad que consideran el Mundo como
ilusión, como maya. Visión que, naturalmente, vendrían a reforzar los
postulados de la Física Cuántica sobre la múltiple realidad de lo existente y
la virtualidad de los objetos como representaciones paralelas que sólo requieren
distintos modos de percepción. Pero que el Mundo sea una mera ilusión o la
construcción de nuestras ideas preconcebidas no impide que sea “nuestro mundo”,
la realidad que nos toca y concierne, el entorno, en definitiva, en el que se
desenvuelve nuestra conciencia viva.
Todo este preámbulo acota
modestamente el tema que nos ocupa: la Logia como espacio de dignidad absoluta,
preciso en sus coordenadas, concreto por la voluntad de quienes la forman,
libre e igual. Un punto/instante del espacio/tiempo regido por un método y
delimitado por normas aceptadas, donde finalmente se produce el prodigioso
diálogo entre Razón y Sentimiento. La continuidad litúrgica y ritual de este
diálogo entre Voluntad y Representación provoca a su vez la Emoción del
Conocimiento, como en el atanor sublime de los alquimistas, cuando la materia y
el espíritu se funden y separan a través de distintos procesos para lograr la
piedra filosofal.
La energía resultante de este
proceso de fusión y fisión alternativas es verdaderamente gigantesca en la
mente del masón cuando se encuentra en Logia con la conciencia alerta. Tan
intensa llega a ser que produce alegría y hasta lágrimas de emoción. Y, por
supuesto, espolea el afán de perfeccionamiento y progreso que pretende nuestra
Fraternidad.
Desde el punto de vista de la
Filosofía, este afán de mejora puede comprenderse a partir de los
planteamientos del genial filósofo Arthur Schopenhauer, quien se atrevió a ir
más allá del determinismo para enunciar una voluntad suprema en el Hombre, casi
demiúrgica, en la construcción de su realidad. Que esa construcción sea
compleja, dificilísima, no quita para que su afán sea pleno (“Drang und
Trieb”), pues como él mismo dice: “Bajo tales aspectos, resulta entonces
evidente que yo haya puesto con razón a la Voluntad de vivir como lo
ulteriormente inexplicable, o más bien como fundamento y base de toda
explicación y que ésta —muy lejos de ser un palabrerío vacío como 'lo
absoluto', 'lo infinito', 'la idea' y demás expresiones similares— sea lo más
real (das Allerrealste) que conocemos; más aún: el núcleo de la realidad misma
(der Kern der Realität selbst)”.
Los masones partimos precisamente de la
“voluntad” para andar nuestro camino iniciático. Y lo hacemos a través de una
“representación” que nos incita a dialogar mediante una simbología estática de
objetos, otra dinámica en el ritual y una tercera que opera en nuestro intelecto
con absoluta libertad. Esta representación es, además, una auténtica
“biblioteca semiótica” que abarca tanto los distintos modos del ser como los
fenómenos del Cosmos, las fases del Conocimiento, los estados de la Conciencia
o ciertos precipitados históricos de la cultura humana. Dispuestos a
incrementar nuestro estado de conciencia, tenemos la capacidad de interpretar
esos símbolos de forma polisémica merced al libre pensamiento. Y esta libertad
es la que otorga a nuestra voluntad su facultad creadora, la que da sentido al
imperativo ético que reclama nuestra posición en el mundo, en la sociedad que
habitamos y, finalmente, en el limitado espacio de nuestra representación
iniciática, es decir “en Logia”.
En consecuencia, entendemos por
Logia el espacio creado según las leyes inmutables de la geometría cósmica,
dedicado al conocimiento hermético y vedado a los profanos, donde los masones
nos reunimos para celebrar nuestros ritos y asambleas de la palabra. En sentido
abstracto, designa la presencia fraternal, física, de los miembros. En este
sentido, la logia trasciende el espacio físico para abarcar el círculo
fraternal que conmemora la Cadena de Unión. Sólo existe cuando los masones
están reunidos ritualmente y se disuelve cuando terminan sus trabajos y se
dispersan.
En sentido físico, logia es el
Taller donde los canteros trabajan al abrigo de las inclemencias cotidianas. La
etimología del vocablo viene de tiempos remotos, de cuando el lenguaje enraizó
en la península del Indostán y formó el sánscrito antiguo (el mismo en que
fueron escritas las Upanishad). En su viaje hacia Occidente, llevado por
oleadas invasoras de pueblos nómadas, alcanzó el ámbito lingüístico germánico
antes que el latino, pues su devenir desde el tronco indoeuropeo común fue más
directo. La palabra latina loggia parte de la raíz “lok”, que en sánscrito
vedanta significa “ver” o “mirar”. El morfema “loka” aparece en el sánscrito
posterior como palabra agregada que significa “el mundo” como representación
del Cosmos.
El periplo desde la lengua
sagrada del valle del Indo hasta los confines de Europa provocó derivaciones
que han enriquecido nuestro acervo simbólico desde distintas fuentes. En primer
lugar la voz germánica “Lug”, que entre los celtas denominaba al dios de la Luz,
principio generador y padre.
En segundo término, quizás algo posterior en
el tiempo y como parte de la herencia de las tribus dorias, el vocablo heleno
“logos”, es decir “palabra” (o “verbo creador” en la acepción de la Vulgata del
Génesis). De este concepto tan importante de la cultura griega nació el término
latino “logia” como lugar cerrado para hablar, para trabajar por la palabra en
el conocimiento, es decir contemplando la luz. Tal vez fueron los adeptos a los
ritos iniciáticos de Mitra o los maestros de los Misterios de Eleusis quienes
establecieron esta idea de templo no solamente como morada sagrada de
Sabiduría, Fuerza y Belleza sino como el taller humilde donde los seres
humanos, en la igualdad de su condición de obreros en constante aprendizaje,
desbastan con paciencia la piedra bruta de la que debe surgir la armonía de la
geometría cúbica, la esencia mineral en su perfección cristalina donde la luz
se transmuta en haz de colores a través de infinitos planos transparentes.
Cualquier punto geométrico sólo
conocido por los Hijos de la Viuda, dispuesto según la tradición y la
simbología inciática, puede ser lugar ritual de asamblea, taller masónico
ordenado, centro de unión de personas con exigencias éticas que de otra forma
no hubieran llegado a conocerse… en definitiva, logia. Cuando los francmasones
trabajan “están en logia”, proclamando así no sólo una condición, la de
iniciado, sino un estado, el del obrero laborioso en armonía con sus hermanos.
“Estar en Logia” significa, pues, algo más que la presencia física. Implica
tener abiertos los ojos y mantener los oídos alerta, elevar la mente, despertar
la conciencia, dejarse empapar por las cadencias y el significado del rito.
La logia es un espacio delimitado, una
coordenada espacio-temporal reservada a un instante preciso y un momento
exacto. Por sus características, representa el tabernáculo del misterio, el
crisol donde se produce la transmutación de lo cotidiano en sublime, del
individuo en hermano. Es, pues, la palestra gimnástica del rito, el escenario
donde la voluntad se deja penetrar por la representación y ésta por aquella.
Por eso es el Templo sagrado, el círculo nouménico en el que se produce el
prodigio. Irrepetible, pero capaz de generar millones de instantes idénticos
que como el latido de las entrañas dan pulso a la vida y se repiten sin cesar,
forma la inacabable Cadena de Unión de la Masonería Universal. Para nosotros,
masones peregrinos en busca de luz, es la Vía Láctea de nuestro firmamento
terrestre, un sendero de luz cósmica que atraviesa el horizonte de nuestra
existencia y guía nuestro caminar.
Pero no fueron los francmasones
especulativos del Siglo de las Luces los primeros en poner límites y levantar
columnas en los cuatro puntos cardinales del recinto sacro. No hay más que
contemplar cualquier admirable cromlech neolítico, como Stonehedge, para
comprobarlo. Incluso cuando la especie humana aún no había abandonado las
cavernas, ya tenía sus santuarios en cuevas de difícil acceso donde daba rienda
suelta al espíritu libre de su pensamiento y al afán mistérico por el
conocimiento trascendental. Los ritos más antiguos nos hablan de cuevas-madre,
de claros en el bosque bajo una roca y a la luz de la Luna. Una larga tradición
que recogieron los celtas, cuando otros pueblos, más amenazados, precavidos o
ambiciosos, habían cercado ya sus lugares de culto y misterio.
De la ceremonia de iniciación
en el culto de Mitra, los masones hemos heredado el hombro desnudo y la piel de
cordero blanco recental. De los sumerios, el Zodiaco que resume el Universo y
nos abraza en su infinita traslación. De los propios celtas, el abandono de los
metales, los tres grados de perfeccionamiento y el ágape fraternal. De los
collegia romanos, la idea de la excelencia en el trabajo, de la consagración
individual a la obra y la fraternidad del oficio. Y en fin, de los
constructores medievales de catedrales, los útiles, el reconocimiento y gran
parte de nuestro lenguaje.
Con la bóveda celeste como
techo o en el interior del templo, el ser humano ha erigido habitáculos de
simetría para encontrarse a sí mismo y descubrir los arcanos del mundo. Su
voluntad creadora le ha llevado a buscar las más sutiles representaciones. El
diálogo entre mito y logos, entre la representación como estructura formal y la
voluntad como pensamiento en acción, ha creado un caudal que ha ido creciendo a
través de las múltiples civilizaciones humanas. Y este enorme flujo de ríos y
afluentes ha nutrido desde la noche de los tiempos la inmensidad oceánica de
nuestro patrimonio cultural. Una herencia tan racional como hermética,
bellísima y sobrecogedora, que parte de la Gran Tradición del Arte Real y
reclama de nosotros lo mejor de nuestra individualidad, pero también el
esfuerzo civilizado de nuestro-ser-en-el-mundo, pidiéndonos tanto voluntad
prudente, como humildad y amor. Es decir Libertad, Igualdad y Fraternidad.
Más allá de la enseñanza que
aportan los símbolos, del ejemplo de los maestros o el gozo de la convivencia,
la Representación exige de nosotros empatía profunda, una comprensión en la que
nuestra voluntad pierde sus aristas individuales para encajar en el edificio
común. Pues no habremos cumplido nuestro propósito al abrazar la Orden si no
hemos sido capaces de ejercer la más difícil y certera de las exigencias
masónicas: la Tolerancia. Y no me refiero a un sentimiento altanero, más
parecido al desdén, que se tiñe de condescendencia. Me refiero al respeto capaz
de asumir lo otro sin que nos haga daño, hasta comprenderlo aunque no se
comparta.
No lo olvidemos, la Logia es un
recinto de diversidad donde se encuentran personas libres con exigencias éticas
en pie de igualdad. Como lugar de encuentro, se fundamenta en el reconocimiento
mutuo. Pero no es un redil donde cada individuo busca un pesebre y el calor de
los congéneres. La Logia es taller de trabajo, escuela de convivencia activa
donde germina la Fraternidad. Hemos pasado del trabajo operativo al filosófico,
de la exigencia estética a la ética. Nuestra voluntad trasciende el aparato
semiótico, el escenario de la representación, para alcanzar una nueva
hermenéutica del conocimiento hasta llegar a tener –dicho sin temor a exagerar-
la percepción de otra realidad: el universo nouménico en el que habitan las
grandes verdades pero también las grandes debilidades, donde el día y la noche
conviven como lo seco y lo húmedo o lo masculino y lo femenino, un mundo de
nociones equidistantes en el que el Yin y el Yan se abrazan para formar el
Círculo del Eterno Retorno y nuestra voluntad de vivir.
Somos asamblearios precisamente
porque disfrutamos de una voluntad común. Pero eso no impide que funcionemos
como una “federación” de individuos y logias distintos de forma coherente y
eficaz. La Cadena de Unión nos pide cercanía, tensión en la fraternidad para
mantenerla viva. Nuestra voluntad colectiva es el resultado de energías
individuales que se suman y coordinan. En el rico legado de nuestro simbolismo
encontramos muchos elementos que nos lo recuerdan, pero quizá nada tan
elocuente como esa cuerda de nudos que circunda la bóveda de la logia y evoca
la gran
Representación entretejida con
la gran Voluntad recordando la sólida familia a la que pertenecemos. Más allá
de las peculiaridades de cada hermano, logia, distrito u órgano, más allá sobre
todo de la realidad tangible, existe un cordón sutilísimo que nos une en la
búsqueda perenne de armonía y luz.
Si somos dignos de tan fabulosa
herencia, lograremos que Voluntad y Representación sean como el Yin y el Yan de
nuestra identidad masónica, no realidades separadas. Voluntad de vivir, crear y
transformar. Aprendizaje del símbolo y el ritual como Representación.
Hermanados. En diálogo filosófico. Porque así habremos cumplido nuestro
objetivo y el voto solemne que pronunciamos ante el altar de los juramentos. Y
de esta manera lograremos, además, que los eslabones que trenzan nuestra
fraternidad formen también una cadena de sentimiento en acción.
Ignacio Merino M.•. M.•. R.•.
L.•. Hermes-Tolerancia nº8 al O.•. de Madrid Gran Logia Simbólica Española
No hay comentarios:
Publicar un comentario