viernes, 8 de noviembre de 2013

Desmitificando la muerte

La muerte es algo que no debemos temer porque,
mientras somos, la muerte no es, y cuando la muerte es,
nosotros no somos.
 ANTONIO MACHADO
 
Hace apenas dos días, el 1 y el 2 de Noviembre, se ha celebrado en gran parte del mundo occidental el día de muertos. Estas fechas son muy especiales ya que son aprovechadas por todos para honrar, venerar y recordar a nuestros seres queridos, en realidad actualmente es el único día, o los dos únicos días en el año en los que a ese concepto, a ese fenómeno físico que es la muerte, nos atrevemos a llamarla por su nombre, a mirarla cara a cara y a enfrentarnos a ella asistiendo masivamente a la morada de nuestros ancestros que son los cementerios, aunque con el avance tecnológico y científico alcanzado en el primer cuarto del siglo XXI, a través del cual hemos conseguido alargar unos cuantos años más, ese final inevitable al que todos tenemos que llegar algún día, unido a las nuevas modas de deshacernos de nuestros muertos a través de la incineración, esa costumbre, esa celebración ancestral la estamos perdiendo. Y yo me pregunto ¿por qué es así? ¿Acaso hemos encontrado la solución ideal para no pensar en ella? ¿Es que porque la mantengamos alejada de nuestra vista va ha dejar de ser un hecho inminente tarde o temprano en nuestras vidas?
 V.·.M.·. QQ.·.HHnos.·. he querido recordar en el trazado de esta plancha que a lo largo de la historia de la humanidad ese temor a la muerte no ha impactado tanto al ser humano como en los últimos tiempos, es más, digamos que ha estado siempre tan presente en la realidad de las distintas sociedades que llegaba a formar parte de su cotidianeidad.
Así los griegos, que no diferenciaban entre alma y cuerpo, no temían tanto a la muerte como a no tener una sepultura, consideraban que la sepultura era necesaria para la felicidad y el reposo eterno, de manera que no dar cobijo a sus muertos era el mayor de los agravios que se podía realizar a un difunto. Ya en la era cristiana, concretamente en el primer milenio, la muerte tampoco se concebía como una separación del alma y el cuerpo, sino como un sueño misterioso del ser indivisible. Por eso era esencial elegir una morada, un lugar seguro para esperar in pace el día de la resurrección.
Pero a partir del siglo XII ya se comenzó a creer que al morir el alma abandonaba el cuerpo e inmediatamente padecía un juicio individual sin esperar al fin de los tiempos. La llegada de la muerte comenzaba con el presentimiento de que el tiempo se acababa, entonces el enfermo se acostaba sobre su espalda para que su cara mirara al cielo y yacía sobre el lecho rodeado de sus familiares, amigos y vecinos. Entonces pedía perdón y reparación por los errores que había cometido y rogaba a Dios por los que le sobrevivían. Parece ser, que en esa época era natural que el hombre sintiera la proximidad de la muerte y rara vez ésta sobrevenía de manera repentina. En este caso, si el principal interesado no era el primero en percatarse de su destino, le correspondía a otro advertírselo en lugar de ocultárselo. Según aparece reflejado en documentos de esa época era obligación del médico informar al moribundo. Un ejemplo lo vemos reflejado en el Quijote, tal como ocurre en su lecho de muerte
:
Tomóle el pulso, y no le contentó mucho, y dijo que,
por sí o por no, atendiese a la salud de su alma, porque
la del cuerpo corría peligro..
Esta familiaridad con la muerte implicaba una concepción colectiva del destino, una aceptación del orden de la naturaleza según las grandes leyes de la especie: nacer y morir. Podría afirmarse que durante gran parte de este período de la civilización occidental la hora de la muerte se consideraba como una condensación de la vida en su totalidad, como una continuidad y no como un corte absoluto entre el antes y el después. Esta concepción de la muerte era tan cotidiana que en los cementerios que rodeaban las iglesias muchas veces servían de lugar de reunión para comerciar, bailar y jugar, y a lo largo de las sepulturas podían hallarse puestos de comercio. Esta costumbre permaneció hasta 1231, cuando en el Concilio de Rouen se prohibió bajo la pena de excomunión que se bailara en las iglesias o los cementerios, así como también que juglares, músicos, titiriteros y charlatanes ejercieran sus sospechosos oficios.
Esta familiaridad con la muerte se extendió entre los siglos XV y XVIII hasta el punto de generar toda una iconografía y literatura macabra, con representaciones de cadáveres en descomposición, disecados o momificados, quizás como la expresión de una experiencia particularmente fuerte con la muerte en una época de grandes crisis económicas y mortalidad.
Pero el verdadero miedo a la muerte comienza hacia fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. En esta época, el miedo a la muerte parece ser que  emergía del temor a la muerte aparente y a ser enterrado vivo. La muerte aparente se entendía como un estado de insensibilidad que se confundía con la muerte y que podía llevar al entierro de un ser aún vivo. De este hecho nos quedan testimonios literarios de gran calidad como el de por Edgar Allan Poe en su obra “El Entierro Prematuro”, en el que el protagonista describe los indecibles sufrimientos de su entierro imaginario cuando aún estaba vivo, de los que despertara en su lecho que en sueños confundió con su ataúd.
Pero el cambio más significativo sobre la concepción de la muerte sucederá a partir del siglo XIX, en cuanto que al moribundo le será privado de su derecho a saber que va a morir. Hasta el final, su entorno le ocultará la verdad por lo que, familiares, amigos, médicos, etc se comportarán como si nadie supiera que su final está cerca. Así, la muerte comienza en apariencia a perder interés, o a ser prohibida para los que quedan vivos. Hablar de ella y de sus desgarramientos pasa a ser vergonzoso. El duelo se realiza en silencio en forma oculta, frío e indiferente a los ojos de los demás.
Aunque lo que verdaderamente preocupará al ser humano a partir de este momento será una angustia más profunda originada en las dudas sobre la trascendencia. En este sentido a Miguel de Unamuno le obsesionaba la idea de la muerte, pues se refería a ella como algo que paralizaba sus trabajos, y lo sumía en la tristeza y la impotencia, y resumía así en su Diario Íntimo, todo el temor de fines del siglo XIX y comienzos del XX:
Mi terror ha
sido el aniquilamiento, la anulación, la nada más allá
de la tumba..
Como contraposición en pleno siglo XX, la interdicción de la muerte será aceptada sin reservas, hasta tal punto que se extiende el sistema de la cremación como método de quitar definitivamente todo rastro de ella, y eliminar a nuestros muertos con discreción. Es como si esta prohibición fuera la reacción lógica a la imposibilidad que tiene nuestra cultura basada en la tecnología, de recuperar la confianza ingenua en el destino que durante siglos manifestaron al morir nuestros ancestros. Se puede decir que en la actualidad se ha llegado a una concepción dualista de la muerte, definiendo a esta como una contraposición a la vida, la cual es una realidad de la que se tiene experiencia inmediata aquí y ahora, mientras que la muerte será la negación de la vida y de la que no existe ninguna experiencia.
Para muchos científicos y filósofos en la actualidad el nacimiento y la muerte ya no delimitan la vida humana, por tanto ¿podríamos atrevernos a proponer la inexistencia de la muerte? Científicamente, el individuo sólo puede conocer la muerte o afirmar de su existencia, únicamente con la muerte de otros individuos, ya que nunca podría conocerla por la suya propia, tan solo, el individuo intuye que padecerá una suerte similar a la muerte de otro semejante, que su ser-consciente realmente nunca experimentará. Si definimos la vida  como un estado permanente de conciencia, y cuanto la falta irreversible de dicho estado consciente indique la muerte, entonces ésta no tiene representación para el individuo mismo, como si su propia muerte no existiese. Uno mismo se reconoce siempre vivo, y es esa sensación de eternidad del yo la que le permite a nuestra consciencia aseverar la inexistencia de su propia muerte.
Durante nuestra vida ocupamos un tiempo, el tiempo que ella dura, y un espacio, el espacio físico que llena y en el que se desarrolla. Para las leyes físicas del universo de las cuales no escapamos, el espacio y el tiempo constituyen variables inseparables y que representan diferentes dimensiones de un mismo fenómeno. Ahora bien, cuando hablamos de nuestra vida, ¿cuál es el espacio y cuál el tiempo que nos interesa como individuos? En especial ese espacio que ocupamos durante nuestra vida y el tiempo que individualmente sentimos pasar. Como dimensiones físicas inseparables, el espacio-tiempo para una persona tiene una frontera de inicio en el momento de su nacimiento y un final en el instante de su muerte. La eternidad restante antes de nuestra vida y después de ella no tiene representación en nuestro ser-consciente; por lo tanto, no existe en nuestro espacio-tiempo. Unamuno resumió esta idea con las siguientes palabras:
Apartando tu mirada
de la venidera muerte y de la nada que mereces y
temes, vuélvela hacia atrás y considera tu pasada
nada, antes de que nacieras..
Por lo tanto siguiendo con la argumentación, no seríamos entonces conscientes de nuestra muerte, como no fuimos conscientes de nuestro nacimiento. No recordamos ni el principio ni el final. No existe en nuestra consciencia el conocimiento de lo que sucedió antes de nuestro espacio-tiempo, ni de lo que sucederá después. Es justamente esa sensación personal del tiempo uno de los argumentos que explica ese desconocimiento del principio y del fin. Para nuestro ser, todo el tiempo por delante y por detrás de su existencia no tiene importancia, pues nadie puede sentir el tiempo que no ha pasado, el que no le pertenece, ni puede percibir el espacio que no ocupó. Se podría afirmar entonces que la vida es un relámpago de luz entre dos eternidades de sombra
V.·.M.·.QQ.·.HHnos.·. si esto es así porqué la muerte suele producir tan intensos temores?
Quizás ese temor nace del instinto de conservación que la naturaleza nos clavó en la carne a los seres vivos. Ninguno deseamos desaparecer y, cuando vemos que ese final llega, lo "natural" es sentir aprensión y rechazo, un rechazo institivo ante la destrucción.
Otro de los motivos que han apuntado filósofos, poetas y demás estudiosos resulta ser la soledad, pues morir es como quedarse absolutamente solo, recordemos la bella poesía de Bécquer:
 La piqueta al hombro,
El sepulturero
Cantado entre dientes
Se perdió a lo lejos.
La noche se entraba,
Reinaba el silencio;
Perdido en la sombra,
Medité un momento:
.¡Dios mío, qué solos
Se quedan los muertos!.
Este hecho atemoriza bastante, pero no es menos cierto que otra de las preocupaciones del moribundo suelen ser los apegos de todo tipo, tales como bienes materiales e incluso las personas.
Pero para nosotros los masones la muerte no debe atemorizarnos tanto pues en nuestra iniciación ya juramos la pérdida de vida si faltamos a tal juramento, el masón que recorre su camino practicando las premisas de nuestro método, en sus distintos grados va entendiendo que mueren muchas cosas en el camino, y al mismo tiempo renacen  otras que le conducen, a una nueva vida, a un plano de vida superior.
Personalmente  V.·. M.·.QQ.·.HHnos.·.creo también en otra interpretación. Al igual que los antiguos griegos, estoy convencida que si nuestro paso por la tierra ha sido constructivo y hemos sido justos, hemos practicado nuestros principios masónicos y además hemos dejado muchos frutos, el día de nuestra muerte, la sociedad podrá sopesar nuestra obra y si es buena, el juicio de la historia y la memoria de nuestros seres queridos, nos concederá esa inmortalidad tan ansiada.
He dicho V.·.M.·.
 
Atenea, compañera Francmasón.
R.·.L.·. Renacimiento nº 64 al O.·.R.·. de Madrid

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