La muerte es algo que no debemos temer porque,
mientras somos, la muerte no es, y cuando la muerte es,
nosotros no somos.
Hace apenas dos días, el 1 y el 2 de Noviembre, se
ha celebrado en gran parte del mundo occidental el día de muertos. Estas fechas
son muy especiales ya que son aprovechadas por todos para honrar, venerar y
recordar a nuestros seres queridos, en realidad actualmente es el único día, o
los dos únicos días en el año en los que a ese concepto, a ese fenómeno físico que
es la muerte, nos atrevemos a llamarla por su nombre, a mirarla cara a cara y a
enfrentarnos a ella asistiendo masivamente a la morada de nuestros ancestros que son los
cementerios, aunque con el avance tecnológico y científico
alcanzado en el primer cuarto del siglo XXI, a través del cual hemos conseguido
alargar unos cuantos años más, ese final inevitable al que todos tenemos que
llegar algún día, unido a las nuevas modas de deshacernos de nuestros muertos a través de la incineración, esa costumbre,
esa celebración ancestral la estamos perdiendo. Y yo me pregunto ¿por qué es
así? ¿Acaso hemos encontrado la solución ideal para no pensar en ella? ¿Es que
porque la mantengamos alejada de nuestra vista va ha dejar de ser un hecho
inminente tarde o temprano en nuestras vidas?
Así los
griegos, que no diferenciaban entre alma y cuerpo, no temían tanto a la muerte
como a no tener una sepultura, consideraban que la sepultura era necesaria para
la felicidad y el reposo eterno, de manera que no dar cobijo a sus muertos era
el mayor de los agravios que se podía realizar a un difunto. Ya en la era
cristiana, concretamente en el primer milenio, la muerte tampoco se concebía
como una separación del alma y el cuerpo, sino como un sueño misterioso del ser
indivisible. Por eso era esencial elegir una morada, un lugar seguro para
esperar in pace el día de la resurrección.
Pero a
partir del siglo XII ya se comenzó a creer que al morir el alma abandonaba el
cuerpo e inmediatamente padecía un juicio individual sin esperar al fin de los
tiempos. La llegada de la muerte comenzaba con el presentimiento de que el
tiempo se acababa, entonces el enfermo se acostaba sobre su espalda para que su
cara mirara al cielo y yacía sobre el lecho rodeado de sus familiares, amigos y
vecinos. Entonces pedía perdón y reparación por los errores que había cometido
y rogaba a Dios por los que le sobrevivían. Parece ser, que en esa época era
natural que el hombre sintiera la proximidad de la muerte y rara vez ésta
sobrevenía de manera repentina. En este caso, si el principal interesado no era
el primero en percatarse de su destino, le correspondía a otro advertírselo en
lugar de ocultárselo. Según aparece reflejado en documentos
de esa época era obligación del médico informar al moribundo. Un ejemplo lo
vemos reflejado en el Quijote, tal como ocurre en su lecho de muerte
:
Tomóle el pulso, y no le contentó
mucho, y dijo que,
por sí o por no, atendiese a la salud
de su alma, porque
la del cuerpo corría peligro..
Esta
familiaridad con la muerte implicaba una concepción colectiva del destino, una
aceptación del orden de la naturaleza según las grandes leyes de la especie:
nacer y morir. Podría afirmarse que durante gran
parte de este período de la civilización occidental la hora de la muerte se
consideraba como una condensación de la vida en su totalidad, como una
continuidad y no como un corte absoluto entre el antes y el después. Esta
concepción de la muerte era tan cotidiana que en los cementerios que rodeaban
las iglesias muchas veces servían de lugar de reunión para comerciar, bailar y
jugar, y a lo largo de las sepulturas podían hallarse puestos de comercio.
Esta costumbre permaneció
hasta 1231, cuando en el Concilio de Rouen se
prohibió bajo la pena de excomunión que se bailara en las iglesias o los
cementerios, así como también que juglares, músicos, titiriteros y charlatanes
ejercieran sus sospechosos oficios.
Esta
familiaridad con la muerte se extendió entre los siglos XV y XVIII hasta el
punto de generar toda una iconografía y literatura macabra, con
representaciones de cadáveres en descomposición, disecados o momificados,
quizás como la expresión de una experiencia particularmente fuerte con la
muerte en una época de grandes crisis económicas y mortalidad.
Pero el
verdadero miedo a la muerte comienza hacia fines del siglo XVIII y comienzos
del XIX. En esta época, el miedo a la muerte parece ser que emergía del temor a la muerte aparente y a
ser enterrado vivo. La muerte aparente se entendía como un
estado de insensibilidad que se confundía con la muerte y que podía llevar al
entierro de un ser aún vivo. De este hecho nos quedan testimonios literarios de
gran calidad como el de por Edgar Allan
Poe en su obra “El Entierro Prematuro”, en el que el protagonista describe
los indecibles sufrimientos de su entierro imaginario cuando aún estaba vivo,
de los que despertara en su lecho que en sueños confundió con su ataúd.
Pero
el cambio más significativo sobre la concepción de la muerte sucederá a partir
del siglo XIX, en cuanto que al moribundo le será privado de su derecho a saber
que va a morir. Hasta el final, su entorno le ocultará la verdad por lo que,
familiares, amigos, médicos, etc se comportarán como si nadie supiera que su
final está cerca. Así, la muerte comienza en
apariencia a perder interés, o a ser prohibida para los que quedan vivos. Hablar
de ella y de sus desgarramientos pasa a ser vergonzoso. El duelo se realiza en
silencio en forma oculta, frío e indiferente a los ojos de los demás.
Aunque lo que verdaderamente preocupará al ser humano a partir de
este momento será una angustia más profunda originada en las dudas sobre la
trascendencia. En este sentido a Miguel de Unamuno le obsesionaba la idea de la
muerte, pues se refería a ella como algo que paralizaba sus trabajos, y lo sumía en la tristeza y la impotencia,
y resumía así en su Diario Íntimo, todo el temor de fines del siglo XIX y
comienzos del XX:
Mi terror ha
sido el aniquilamiento, la
anulación, la nada más allá
de la tumba..
Como
contraposición en pleno siglo XX, la interdicción de la muerte será aceptada
sin reservas, hasta tal punto que se extiende el sistema de la cremación como
método de quitar definitivamente todo rastro de ella, y eliminar a nuestros
muertos con discreción. Es como si esta prohibición fuera la reacción lógica a
la imposibilidad que tiene nuestra cultura basada en la tecnología, de
recuperar la confianza ingenua en el destino que durante siglos manifestaron al
morir nuestros ancestros. Se puede decir que en la actualidad se ha llegado a
una concepción dualista de la muerte, definiendo a esta como una contraposición
a la vida, la cual es una realidad de la que se tiene experiencia inmediata
aquí y ahora, mientras que la muerte será la negación de la vida y de la que no
existe ninguna experiencia.
Para
muchos científicos y filósofos en la actualidad el nacimiento y la muerte ya no
delimitan la vida humana, por tanto ¿podríamos
atrevernos a proponer la
inexistencia de la muerte? Científicamente, el individuo sólo puede conocer la
muerte o afirmar de su existencia, únicamente con la muerte de otros individuos,
ya que nunca podría conocerla por la suya propia, tan solo, el individuo intuye
que padecerá una suerte similar a la muerte de otro semejante, que su
ser-consciente realmente nunca experimentará.
Si definimos la vida como un estado
permanente de conciencia, y cuanto la falta irreversible de dicho estado
consciente indique la muerte, entonces ésta no tiene representación para el
individuo mismo, como si su propia muerte no existiese. Uno mismo se reconoce
siempre vivo, y es esa sensación de eternidad del yo la que le permite a
nuestra consciencia aseverar la inexistencia de su propia muerte.
Durante
nuestra vida ocupamos un tiempo, el tiempo que ella dura, y un espacio, el
espacio físico que llena y en el que se desarrolla. Para las leyes físicas del
universo de las cuales no escapamos, el espacio y el tiempo constituyen
variables inseparables y que representan diferentes dimensiones de un mismo
fenómeno. Ahora bien, cuando hablamos de nuestra vida, ¿cuál es el espacio y
cuál el tiempo que nos interesa como individuos? En especial ese espacio que
ocupamos durante nuestra vida y el tiempo que individualmente sentimos pasar.
Como dimensiones físicas inseparables, el espacio-tiempo para una persona tiene
una frontera de inicio en el momento de su nacimiento y
un final en el instante de su muerte. La eternidad restante antes de nuestra
vida y después de ella no tiene representación en nuestro ser-consciente; por
lo tanto, no existe en nuestro espacio-tiempo. Unamuno resumió esta idea con
las siguientes palabras:
Apartando tu mirada
de la venidera muerte y de
la nada que mereces y
temes, vuélvela hacia
atrás y considera tu pasada
nada, antes de que
nacieras..
Por
lo tanto siguiendo con la argumentación, no seríamos entonces conscientes de
nuestra muerte, como no fuimos conscientes de nuestro nacimiento. No recordamos
ni el principio ni el final. No existe en nuestra consciencia el conocimiento
de lo que sucedió antes de nuestro espacio-tiempo, ni de lo que sucederá después. Es justamente esa sensación personal del
tiempo uno de los argumentos que explica ese desconocimiento del principio y
del fin. Para nuestro ser, todo el tiempo por delante y por detrás de su
existencia no tiene importancia, pues nadie puede sentir el tiempo que no ha
pasado, el que no le pertenece, ni puede percibir el espacio que no ocupó. Se
podría afirmar entonces que la vida es un relámpago de luz entre dos
eternidades de sombra
V.·.M.·.QQ.·.HHnos.·. si esto es así porqué la muerte suele producir tan intensos temores?
Quizás ese
temor nace del instinto de conservación que la naturaleza nos clavó en la carne
a los seres vivos. Ninguno deseamos desaparecer y, cuando vemos que ese final
llega, lo "natural" es sentir aprensión y rechazo, un rechazo institivo ante la
destrucción.
Otro de los
motivos que han apuntado filósofos, poetas y demás estudiosos resulta ser la
soledad, pues morir es como quedarse absolutamente solo, recordemos la bella
poesía de Bécquer:
El sepulturero
Cantado entre dientes
Se perdió a lo lejos.
La noche se entraba,
Reinaba el silencio;
Perdido en la sombra,
Medité un momento:
.¡Dios mío, qué solos
Se quedan los muertos!.
Este hecho atemoriza bastante, pero no es menos
cierto que otra de las preocupaciones del moribundo suelen ser los apegos de
todo tipo, tales como bienes materiales e incluso las personas.
Pero para nosotros los masones la muerte no debe
atemorizarnos tanto pues en nuestra iniciación ya juramos la pérdida de vida si
faltamos a tal juramento, el masón que recorre su camino practicando las
premisas de nuestro método, en sus distintos grados va entendiendo que mueren
muchas cosas en el camino, y al mismo tiempo renacen otras que le conducen, a una nueva vida, a un
plano de vida superior.
Personalmente V.·. M.·.QQ.·.HHnos.·.creo
también en otra interpretación. Al igual que los antiguos griegos, estoy
convencida que si nuestro paso por la tierra ha sido constructivo y hemos sido
justos, hemos practicado nuestros principios masónicos y además hemos dejado
muchos frutos, el día de nuestra muerte, la sociedad podrá sopesar nuestra obra
y si es buena, el juicio de la historia y la memoria de nuestros seres
queridos, nos concederá esa inmortalidad tan ansiada.
He dicho V.·.M.·.
Atenea, compañera Francmasón.
R.·.L.·. Renacimiento nº 64 al O.·.R.·. de Madrid
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