lunes, 20 de mayo de 2013

Nuestro pogreso


El primer nivel de la vida individual es la percepción, y más exactamente, la percepción a través de los sentidos. Aquí nos encontramos en esa esfera de nuestra vida individual en la que la percepción se traduce directamente en voluntad, sin intervención de ningún sentimiento o concepto.
Este impulso humano se denominará sencillamente instinto. La satisfacción de nuestras necesidades más elementales, puramente animales, el hambre, la relación sexual, etc., se forman de esta manera.
La característica de la vida instintiva reside en la espontaneidad con que la percepción específica y libera la voluntad.
Esta manera de determinar la voluntad, que originariamente sólo es propia de la vida sensual inferior, puede también extenderse a las percepciones de los sentidos superiores. Ante la percepción de un suceso en el mundo exterior reaccionamos sin reflexionar y sin relacionarla con ningún sentimiento especial, como ocurre en nuestro trato social convencional. El impulso de esta manera de actuar se llama tacto, o buen gusto moral.
Cuanto más a menudo suceda que una percepción suscite esta clase de acción espontánea, más capaz será la persona para actuar simplemente impulsada por el tacto, el tacto se convierte en su disposición caracterológica.
El segundo nivel de la vida humana es el sentimiento. Las percepciones del mundo exterior van acompañadas de sentimientos específicos. Estos sentimientos pueden traducirse en impulsos para actuar. Si veo un hombre hambriento, mi compasión hacia él puede suscitar el impulso de mi acción.
Algunos de estos sentimientos son: el pudor, el orgullo, la honra, la humildad, el arrepentimiento, la compasión, la venganza, la gratitud, la piedad, la lealtad, los sentimientos de amor y del deber.
El tercer nivel de la vida es, finalmente, el del pensamiento y el de las representaciones. Por la mera reflexión puede traducirse una representación o un concepto en motivo para actuar. Las representaciones se convierten en motivos debido a que a lo largo de la vida unimos constantemente determinados objetivos de la voluntad con percepciones que se repiten siempre de forma más o menos modificada.
 
A esto se debe el que en personas con un grado de experiencia aún no muy desarrollado, resulta que determinadas percepciones están siempre acompañadas por la aparición en su conciencia de representaciones de acciones que ellos mismos ejecutaron en un caso similar o vieron a otros ejecutarlo.
Estas representaciones se les presentan como modelos que determinan todas las decisiones y llegan a formar parte de su disposición caracterológica.
 Podemos llamar experiencia práctica a este impulso de la voluntad.
 La experiencia práctica se convierte poco a poco en actos dictados por el tacto.
Esto sucede cuando determinadas imágenes de formas de actuar típicas se han unido tan fuertemente en nuestra conciencia con representaciones de ciertas situaciones de la vida, en un caso dado, que pasamos directamente de la percepción al acto volitivo, prescindiendo de toda reflexión basada en la experiencia.
Pero si actuamos bajo la influencia de intuiciones, el impulso de nuestro actuar es el pensar puro. Puesto que en la filosofía se acostumbra a llamar razón a la facultad del pensar puro, queda justificado llamar razón práctica, al impulso moral que corresponde a este nivel. kant Considero su trabajo sobre este tema una de las contribuciones más importantes de la filosofía actual, principalmente de la ética..
Es evidente que un impulso de este tipo no puede considerarse en sentido estricto que forme parte de la disposición caracterológica, puesto que lo que actúa como impulso ya no es algo meramente individual, sino el contenido ideal y, por tanto, universal de mi intuición.
Tan pronto como yo considero justificado este contenido como base y punto de partida de una acción, paso al acto volitivo independientemente de si ya antes poseía el concepto, o de si sólo ha llegado a mi conciencia justo antes de mi acción; independientemente de que yo poseyera o no ese concepto en mí como disposición.
Los motivos de la moral son las representaciones y los conceptos. Hay moralistas que también consideran el sentimiento un motivo de la moral; afirman, por ejemplo, que la finalidad de la acción moral es la obtención del mayor placer posible para el individuo que actúa.
 
Pero el placer mismo no puede ser motivo, sino únicamente la representación del placer. La representación de un sentimiento futuro, no el sentimiento mismo, puede influenciar mi disposición caracterológica. Pues el sentimiento mismo no existe en el momento de la acción, sino que ha de producirse por ella.
Tanto la representación del bienestar propio, como la del ajeno se consideran, con razón, motivo de la voluntad. El principio de conseguir por medio de la acción la mayor cantidad de placer, es decir, de alcanzar la felicidad individual, se llama egoísmo.
Se intenta alcanzar esta felicidad individual buscando sólo el propio bien de forma implacable, incluso a costa de la felicidad de otros individuos (egoísmo puro), o bien promoviendo el bien de otros porque se espera indirectamente de la felicidad ajena una influencia sobre uno mismo.
 O porque causar perjuicio a otros podría poner en peligro los intereses propios (moral de prudencia). El contenido específico de los principio éticos egoístas dependerá de la idea que el hombre se haga de la propia felicidad o de la felicidad ajena.
Cada uno determinará el contenido de sus aspiraciones egoístas según lo que considere como bien (bienestar, esperanza de felicidad, liberación de ciertos males, etc.).
Consideramos entonces simplemente necesidad moral el sometimiento al concepto moral que actúa como mandamiento en nuestro actuar. La justificación de esta necesidad la dejamos a quien exige la sumisión moral, esto es, a la autoridad moral que reconocemos (cabeza de familia, Estado, costumbre social, autoridad eclesiástica, revelación divina).
 Nos encontramos ante una clase especial de estos principios morales cuando el mandamiento se manifiesta, no a través de una autoridad externa, sino desde nuestro propio interior (autonomía moral). Percibimos entonces en nuestro propio interior la voz a la que debemos someternos. La expresión de esta voz es la conciencia.
Significa ya un progreso moral el que el hombre no haga simplemente motivo de su actuar el mandamiento de una autoridad exterior o interior, sino que se esfuerce por comprender la causa por la que un precepto dado de comportamiento debe actuar como motivo.
 Este es el progreso que va de la moral basada en la autoridad al actuar a partir de la comprensión moral.
En este nivel moral el hombre tratará de conocer las necesidades de la vida moral, y dejará que este conocimiento determine sus actos.
Tales necesidades son. El bien máximo para la humanidad, como un fin en sí mismo. El progreso cultural, o la evolución moral de la humanidad hacia una perfección cada vez mayor. La realización de los objetivos de la moral individual, concebidos por la intuición pura.
El bien máximo para toda la humanidad será entendido, naturalmente, de diferente manera por distintas personas. La citada máxima no se refiere a una idea determinada de este “bien”, sino a que todo el que reconozca este principio se esfuerce en hacer lo que en su opinión más favorece al bienestar de la humanidad en general.
El progreso cultural es un caso especial del principio moral ya mencionado para todo aquél a quien los avances positivos de la cultura le producen un sentimiento de placer.
Pero también es posible que alguien vea en el progreso cultural una necesidad moral, independientemente del sentimiento de placer que lleva consigo. En ese caso, este progreso será para él otro principio especial además del mencionado.
Tanto el principio del bien general, como el del progreso cultural están basados en la representación, esto es, en cómo relacionamos el contenido de las ideas morales con determinadas experiencias (percepciones). Sin embargo, el principio moral más elevado que podemos imaginarnos, es aquél que no tiene este tipo de relación establecida de antemano, sino que surge de la intuición pura, y que sólo después busca algún vínculo con la percepción (con la vida).
 En este caso, la determinación sobre lo que se debe querer procede de otro criterio distinto que los casos precedentes. Quien se adhiere al principio moral del bien general, lo primero que se preguntará en todas sus actuaciones será cómo contribuyen sus ideales a ese fin.
Quien sigue el principio moral del progreso cultural actuará de manera similar.
 Pero existe una forma aún más elevada, aquélla que no parte de una finalidad moral preestablecida en cada caso, sino que da un determinado valor a todos los principios morales y que, ante cada caso, siempre se pregunta cuál es el principio moral que tiene más importancia.
Puede suceder que dependiendo de las circunstancias, alguien estime correcto, y por lo tanto motivo de su actuar, el estímulo del progreso cultural, en otras, el del bien general, o en un tercer caso, el del bien propio.
Entre los diversos niveles de la disposición caracterológica hemos visto que el más elevado es el pensar puro o razón práctica. Entre los motivos hemos señalado la intuición conceptual como el más elevado. Si lo consideramos más detenidamente, salta a la vista que en este nivel de moral el impulso y el motivo coinciden, es decir, que ni una disposición caracterológica determinada, ni la norma de un principio ético exterior, influyen sobre nuestra conducta.
La acción, por lo tanto, no se ejecuta de forma rutinaria siguiendo alguna regla, ni de manera automática como respuesta a un impulso externo, sino que está determinada únicamente por su contenido ideal.
Tales actos presuponen la facultad de la intuición moral. Quien carece de la capacidad de vivenciar en sí el principio moral que se ajusta a cada caso, nunca llegará a realizar un acto volitivo verdaderamente individual.
El principio ético justamente opuesto a éste es el de Kant. “Actúa de tal manera que los principio de tu acción puedan ser válidos para todos los hombres”. Este precepto significa la muerte de todo impulso individual. La norma para mí no puede ser cómo actuarían todos los hombres, sino qué es lo que yo debo hacer en cada caso particular.

Eduard von Hartmann 
                                                                        Hipatia
                         

                                                                          

 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Personalmente creo que el motor de los actos humanos positivos, los que 'construyen vida' no son los modelos sociales impuestos, ni las reglas morales universales, sino las ilusiones individuales de cada hombre y cada mujer, que convierten en sentimientos y en motor de sus vidas.